No tienes más que tu vida. No la
desaproveches en esfuerzos vanos ni permitas que como el agua empozada de los
charcos languidezca y se pudra.
Naciste para amar. Si estás aquí,
entre los seres humanos, es porque era necesaria tu presencia aunque te escape
su sentido.
No pretendas deshojar el misterio del universo porque sin misterio
tu existencia se convertiría en roca estéril y no hay jardín que pueda florecer
sobre una roca. Viniste al mundo sobre la doble columna de tus pies. Apóyate en
ellos y camina.
Ante ti el horizonte ofrece su
brazo azul y generoso. Pero piensa primero qué dirección has de tomar, no
puedes ir hacia el sur y hacia el norte al mismo tiempo. Si deseas el mar,
desecha la montaña. Si añoras la montaña, no te detengas a contemplar el mar.
Cada ser humano posee un rincón,
solo suyo, sobre la superficie de la tierra. El que lo encuentra no necesita
seguir peregrinando. Por pequeña que sea su parcela le bastará para sembrarse
en el latido eterno y silencioso de la vida.
Ve por los senderos de la tarde
con la frente en alto y no mires atrás mientras avanzas, pues podrías tropezar
y caerte. Recuerda que tus ojos están sobre tu rostro, no a tus espaldas.
Ve siempre derecho a tu objetivo.
No lo pierdas de vista ni por un instante. Mas ten presente que a veces no es posible
llegar a él en línea recta; y que, en
más de una ocasión solo podrás alcanzar tu meta haciendo un sinuoso recorrido.
Observa que los ríos siempre
llegan al mar aunque tengan que torcer su cauce una mil veces en su afanoso curso. Tú no
eres menos que los ríos. Desanuda tus aguas. Allá, en la distancia, el mar te
espera.
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